Sofia

La comisura de los labios le desentraña la tristeza, revela en gris todo ese puterio trashumante a bocanadas de humo frío.  Anteceden a Sofía aquellos fantasmas que supo habitar en el trayecto de su casa hasta la esquina de la confitería “El Molino”, en el barrio de Congreso. La gente, sin embargo, es cartón pintado, una simulación de cotidianeidad exasperante.

Y si te busco es el pretexto, ese hilito de credulidad que se cuela en las estaciones bajas, la atmósfera densa de lo callado. Cuánto daría por reconocerme! por identificar esta torpeza residente. Este nada detrás.

Ella mastica cancioncitas junto al semáforo de Rivadavia, como si algo del mundo le perteneciera secretamente. Los ojos grandes y la boca cierta, el cuello libre, las manos frías, y la paz que solo conocen los monjes y los psicópatas plantada en la cara. Algo hay de comunión, de secreta ceremonia entre su belleza detenida y la mugre ajetreada del barrio. Algo de justicia. Porque Sofía nunca supo discriminar el aire del cuerpo, ella se mueve por obra y gracia de la misma conciencia que auspicia los vientos, como una frágil extremidad de lo inasible. Es el olor fresco de la madrugada, y es lo gris en el reflejo del sol; y es por sobre todas las cosas, esa hoja marrón caída de un árbol más marrón. Puede arrastrarse por el suelo mortecina, como un animal famélico, y al mismo tiempo, sin decir “agua va”, remontar vuelo como el más instruido de los pájaros. Así y todo conserva siempre un rictus introspectivo, un dejo de resignada melancolía. Triste vuelo el de esa hoja marrón! mareada de intentar alcanzar algo de aquello que una vez verdeaba en comunidad.
En Floresta hace frío, la calle esta completa de otoño, y yo casi puedo imaginar al 99 circular entre Diplodocus y Velociraptores, en tiempos donde el colectivo pasaba y hacía feliz a la gente, y no se veía uno con cara de estúpido, esperando que una carcacha extinta refuerce su condición de peatón impuntual.
Nos ampara el desconcierto, la fiebre ocasional, el miedo. Y sin embargo, a fuerza de tiempo: Las cosas.
Frente al Congreso Sofia sosiega la espera imprimiendo con los piecitos un juego revoltoso de músicas sobre los baldosones, con un pulso imposible. El borracho de turno maldiciendo por lo bajo chasquea la lengua entre los dientes junto al puesto de diarios, donde se entrevera una baraja, a tempo. Todo es negrura. -más chasquido! pide ella con el cigarrillo de batuta. Chilla el camión de la basura  -Chack...chak, una monedita doña?; y pasos. Un pibe a trote desparejo llega riendo, exponiendo el motivo principal. Redoble de motor viejo increscendo.  -Truco carajo!- grita el diariero, y arremeten los vientos: una bolsita transparente que se infla y se desinfla de forma regular, toses, el aire comprimido en las puertas del colectivo, el smog, el olor a pegamento. De fondo un perro y las palomas hacen las delicias del contrapunto, -son buenas Anibal, la puta que te pario-. Sofía baila como poseída, pide a todos los que pasan por ahí que se sumen a la melodía, que la varíen, que se caguen de la risa. -Más chasquido mendicante!. Suenan las bocinas, y todo parece estallar. Un golpe soberbio del pié apaga el cigarrillo y enmudece al barrio. Piano súbito, la nada, silencio total, solo se se escucha la risa alienada del pendejo que se pierde en la placita para no volver. Sofía levanta la cabeza y mira el reloj.

Claro que todo podrá reducirse a la espera, o al ejercicio infatigable de la luz, o acaso dé lo mismo; pero lo que no podremos discutir nunca será la soledad y la estupidez.
Camino adentro se consolida la noche. La conciencia me sorprende caminando, sorbiendo la luz artificial de los bolichitos de Rivadavia, exhalando vapor.
Cuando la conocí, toda la ciudad a sus espaldas se me figuraba inacabada, como si ella fuera la entelequia de mi mundo. Una rara semilla. Y no le adjudico esto a la borrachera que teniamos, ni al espacio que me dejaba para divagar en sus larguísimos silencios. La belleza es inapelable. Bruno, un hombre de unos cuarenta y cortos, hervia tallarines en su ollita de acero inoxidable. Sorbía el vino y se rascaba. Alrededor de la cocina, había una sola pared.Tenía la calle enfrente como un inmenso cuadro móvil, minga de ventana. Asomado desde su primer piso, podía ver una fila de autos que se perdía en un agujero enorme al final de la calle. Alguien tocaba el piano. Más allá, todos los semaforos daban ruido blanco. Los cables de la calle, inconexos, dispares, abandonaban a los pájaros que, lejos de buscar otro lugar donde colgarse, caminaban como cristianos por la vereda. La gente estaba detenida, el cielo turbulento y Sofía exacta.

Comprendo que fui arrastrado a los pies de la línea A de Subterráneos. Tengo una hoja marrón en la mano izquierda y cara de loco en el reflejo del vidrio de la estación. Porque la ciudad también la escucha, también le dirige el pulso del cuerpo; porque si hay una sola aproximación a la perfección, esta subyace en el misterio, nunca en la certeza, y el misterio es el hijo tonto de la muerte. Así se enlazan, como una idea de lo perfecto.
Sofía tiene un pecho rebosante de noche, una cúpula verdolaga de tierra non santa que escupe leche al cielo, y tiene un molino vigilante por ojo. En los surcos de la calle se le pierden los dedos dilatados. Tiene puentes tras los codos y puertos tras las rodillas.
Te escucho Sofia. Te reconozco.
Voy a entrar ansioso por tu boca de subte, como un beso. Embrujado.
Estás en lo oscuro, y yo en vos. En la cavernosa humedad bajo el asfalto, chillando como animal, mientras recorro tus cloacas de baba. Suspiras entre las puertas de la estación, como cansada, y yo cada vez más allá, más profundo, te descubro el nombre. Soy un espermatozoide en el vagón que te recorre. Al llegar voy a abrirme paso por las escaleras, como un sobreviviente. Voy a ser un rey bajo el cielo fecundo y no existirá un solo fantasma en la soledad de este barrio acabado.

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